El nacimiento de la filosofía





La sabiduría griega, según Giorgio Colli en su obra “El nacimiento de la filosofía” se asocia a la tarea del oráculo de Delfos. Aún hoy la expresión “es un oráculo” hace referencia a este origen de la sabiduría. La interpretación común de lo que era el oráculo de Delfos nos dice que era algo así como un centro de adivinación y de actividad política o religiosa. Esta interpretación es parcial ya que recoge algo de lo que realmente representaba el oráculo pero no todo. La Pitonisa, en un estado alterado de conciencia, emitía gritos y frases inconexas que era interpretados por ciertos sacerdotes que asistían a la celebración del oráculo. Los dictados de las pitonisas no eran del tipo “Sí, ve y ataca ese país” o “Para salvar la ciudad del ataque de los persas debes construir una flota” sino que se presentaban en forma de confusos enigmas. Pondré dos ejemplos: la consulta de Creso y la consulta de los Griegos ante las Guerras Médicas.


Creso (560 -546 a dC) fue el último rey de Lidia. Se cuenta (en Heródoto: Historia Libro 1, capítulo 53 y en Cicerón: Sobre la adivinación libro 11, cap. 58) de él que en una ocasión envió una consulta al oráculo pues se estaba preparando para invadir el territorio persa y quería saber si el momento era propicio. El oráculo fue así: "Si cruzas el río Halys (que hace frontera entre Lidia y Persia), destruirás un gran imperio". La respuesta se interpretó como favorable y dando por hecho que el gran imperio era el de los persas. Pero el “gran imperio” que se destruyó en aquel encuentro fue el suyo, y Lidia pasó a poder de los persas.





A la vez cuenta Heródoto que cuando los griegos preguntaron cómo podían librarse de la amenaza persa el oráculo respondió: “Con un muro de madera”. Algunos atenienses cuando los persas conquistaron la ciudad permanecieron en la Acrópolis defendiéndose con un muro de tablones... fueron masacrados. Tras terminar la Guerra con Persia los griegos comprendieron que el “muro de madera” era la construcción de una flota de guerra que les permitiera rapidez de movimientos en la guerra; gracias a ella ganaron la guerra contra Persia.

Vemos que la sabiduría del oráculo tenía como origen la “manía” de la pitonisa o como dice tan bellamente Colli “La locura es la matriz de la sabiduría” (op. cit. capítulo I ). Por otro lado la sabiduría del Oráculo es una sabiduría caleidoscópica, insondable, carente de designio, insensata y arrogante. Recuerda, de alguna manera, a los aparentes desvaríos que obtiene el consultante del I Ching. La sabiduría no se presenta como sistema, ni siquiera se presenta como referencia a una realidad “más allá” o “más acá”; es casi un balbuceo ininteligible... La sabiduría griega, dice Colli, se presenta fundamentalmente como enigma que refleja lo insondable.

Hasta aquí la exposición que hace Colli del concepto de sabiduría que tenían los griegos; para observar que relación tiene la filosofía con la sabiduría tenemos que pasar por algunos puntos intermedios. El primero es el surgimiento histórico de la dialéctica que para Colli supone el inicio de la razón. Cuando escuchamos hablar de dialéctica rápidamente pensamos en Hegel o incluso en Platón y su método para ascender por la escalera de las ideas... la dialéctica en sus orígenes era, sin embargo, algo totalmente distinto. La dialéctica en sus orígenes era un juego agónico entre dos contendientes, es decir, una competición entre dos sujetos que se enfrentaban con la palabra. La mayéutica socrática nos recuerda algo a esto. Uno de los contendientes se propone demostrar a otro que una opinión que sostiene es falsa. Una vez uno de los contendientes había sostenido alguna afirmación el otro, el dialéctico, se enfrascaba en una lucha verbal contra él para mostrarle que esa afirmación era algo falso e ilusorio. Esto se conseguía a través de preguntas cortas, aparentemente, en ocasiones, sin relación con la cuestión; finalmente el dialéctico lograba hacer caer a su adversario en alguna contradicción que mostraba que su afirmación inicial era autocontradictoria. La dialéctica parte de un extremo del enigma para llegar al otro; su fin no es afirmar sino contradecir. La dialéctica, en sus inicios, era un juego de competición, como un pulso de palabras, y su finalidad básica era destructiva. Aún estaba relacionada con ese fondo insondable al que se refiere y no se refiere la sabiduría en el sentido de que la dialéctica suspende el juicio sobre la realidad y muestra la vacuidad del universo de las palabras. Nos aleja del proceso de sacar conclusiones y destruye el suelo de los conceptos en donde asentamos nuestra vida. La dialéctica muestra la cara negativa y destructiva de la sabiduría. Los caminos del Ser y del No-Ser en el poema de Parménides y las paradojas de Zenón serían, a ojos de nuestro autor, hijos de esta disciplina de la dialéctica.

El tercer eléata fue Gorgias, el autor de “Sobre la Naturaleza o sobre el No-Ser”, obra eminentemente dialéctica en donde sostenía sus tres fundamentos: “ El primero, que nada existe; el segundo, que, aunque algo exista, es incognoscible; y tercero, que, aunque sea cognoscible, no es comunicable con el lenguaje”. Pero con Gorgias también empieza la retórica, heredera de la dialéctica pero con grandes diferencias. En primer lugar la retórica no busca destruir la ilusión de una afirmación sino que lo que busca es precisamente construir una teoría que seduzca a un gran auditorio. Ya no tiene ni el carácter eminentemente agónico de la dialéctica ni el carácter destructivo. En segundo lugar la retórica ya no es sólo un juego, una lucha lúdica entre dos contendientes; la retórica al buscar el convencimiento busca el poder que la seducción de la palabra ofrece. La retórica parte del aparente escepticismo destructivo de la dialéctica pero se aleja de ese fondo insondable que es evocado por el enigma y entra de lleno en la arena pública, en el ágora o en la Asamblea; en definitiva en el anhelo de poder. Aún así la retórica sigue siendo expresión hablada y por lo tanto viva; al mismo tiempo ella misma comprende la parcialidad de las teorías que enuncia e inventa técnicas para seducir y convencer en ningún caso para hallar “lo verdadero”.

Este último paso lo dará la filosofía con Platón. La filosofía sigue queriendo convencer, sigue teniendo esa “voluntad de poder” que tiene la retórica. La filosofía es una retórica que se ha tomado en serio a sí misma y este “tomarse en serio” se ha producido por el uso de la escritura. Efectivamente, la escritura antes de finales del siglo V a.C era raramente usada (Sócrates no escribió nada) y cuando se usaba se usaba antes como un útil nemotécnico que con una intención científica. En el siglo V a.C la escritura empezó a popularizarse y los discursos a leerse tal como habían sido redactados. La filosofía tal y como la conocemos es fruto de la escritura; es, de hecho, retórica escrita. Este rasgo hace que la filosofía dé un paso más que la aleja de la vida, de la sabiduría y del enigma.

Platón, en muchos sentidos el primer filósofo, ya reconocía esto. El filósofo se contrapone al sabio. El sabio (sophos en griego) es aquel que ha alcanzado la sabiduría el filósofo (filos = amigo y sophia = sabiduría) es aquel que desea alcanzarla, que se halla en el camino hacia ella pero que sin embargo no la ha alcanzado. En los escritos de Platón se trasluce la nostalgia de los tiempos de Heráclito o Empédocles, el tiempo de la sabiduría perdida... El filósofo en la literatura platónica no es más que un aspirante a sabio, un sabio frustrado e impotente. En buena medida ya Platón percibió la lejanía que la palabra había establecido entre nosotros y el enigma; si la locura fue la matriz de la sabiduría la cordura, la racionalidad y la medida de la filosofía fueron lo que nos exilió de la época de los sabios y nos trasportaron al tiempo de los burócratas de las palabras. Terminamos con los compases finales del libro que de Giorgio Colli que hemos comentado:

“Pero lo que nos interesa sugerir es que lo que precede a la filosofía, el tronco para el que la tradición usa el nombre de “sabiduría” y del que sale ese vástago pronto atrofiado, es para nosotros, remotísimos descendientes –de acuerdo con una inversión paradójica de los tiempos- más vital que la propia filosofía”.







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