1581: Colonización de Nuevo México








La colonización de Nuevo México tuvo un carácter distinto de la llevada a cabo en México y en Sudamérica porque fue el resultado de la filosofía encarnada en las Nuevas Leyes de las Indias emanadas de la corona española en 1573.

Según estas leyes sólo se permitían expediciones colonizadoras que se encaminaran directamente a la conversión de los indios.

En esas expediciones podrían incluirse soldados, es cierto, pero sólo en el número suficiente para velar por la vida y la seguridad de los misioneros.

La primera expedición llevada a efecto de acuerdo con las disposiciones de las leyes de 1573 fue la de fray Agustín Rodríguez.

Era fray Agustín un hermano lego del monasterio franciscano de San Bartolomé, cerca del río Conchos.

En 1581 fray Agustín obtuvo permiso del virrey de México para establecer misiones al norte del Río Grande y llevó consigo a otros dos frailes: fray Francisco López y fray Juan de Santa María. El virrey ordenó que el capitán Francisco Chamuscado y un pequeño grupo de soldados acompañaran a los frailes y se quedaran con ellos hasta que quedaran definitivamente establecidos.


Salió la caravana de San Bartolomé el 5 de junio de 1581. Cruzaron los expedicionarios el Río Grande y encontraron en seguida a muchos indios que los recibieron con aparentes muestras de afecto. Se determinó que fray Juan se quedara ahí y que los otros frailes siguieran hacia el norte. Pero, cuando se alejaron los expedicionarios, los indios , viendo a éste solo e indefenso, se le echaron encima y lo mataron para robarle lo poco que poseía.

Los otros misioneros, ignorantes de lo ocurrido, siguieron caminando por el desierto hasta que encontraron unos pueblos habitados por indios que los acogieron con las mismas pruebas de fingido afecto y respeto. Ahí creyeron encontrar otro lugar propicio y decidieron quedarse.


Por su parte, el capitan Chamuscado decidio regresar ,ya que creyó que no serían necesarios sus servicios entre aquellas gentes tan apacibles, , y tan afectuosas con los frailes.


De regreso supieron los soldados de la tragica muerte de fray Juan. El capitán Chamuscado, enfermo y murió en el camino , el resto de los soldados cuando llegaron , presentaron un informe lleno de inquietud por la suerte de los dos misioneros que habían quedado solos en el corazón del territorio indio.


Los misioneros franciscanos decidieron entonces enviar una expedición de soldados que fuera a dar protección a los misioneros y que no regresara tan pronto como lo había hecho la de Chamuscado, sino que permaneciera con ellos hasta estar completamente segura del éxito de las misiones y del bienestar de los misioneros.


Un rico mercader con el nombre de Antonio de Espejo se ofreció a financiar la expedición y a ponerse al frente de ella.


Con 14 soldados salió Espejo de la población de San Bartolomé el diez de noviembre de 1582. Pronto llegó al poblado donde se habían quedado los misioneros, pero ambos misioneros habían sido asesinados y que los autores intelectuales del crimen habían sido los brujos idólatras que incitaron a los indios a cometer el delito. (Dieciséis años más tarde descubrieron los soldados del conquistador Juan de Oñate unas pinturas indias en que se veía a los dos franciscanos siendo sacrificados por los salvajes).


Lamentaron todos el triste fin de los misioneros, claro está; pero Espejo era un hombre de empresa que no iba a regresar sin explorar todas aquellas tierras. Durante siete meses viajó, con sus hombres, recorriendo gran parte de Texas, Nuevo México y Arizona. Sin novedad y con una gran información sobre los territorios visitados, volvió Espejo con toda su gente a San Bartolomé a finales de junio de 1583.


Espejo llevó un minucioso diario de su expedición. A su regreso a San Bartolomé decidió seguir hasta la capital para ponerlo en manos del virrey de nueva españa con objeto de interesarlo en la conquista del territorio del norte. El virrey lo leyó con interés y lo envió al rey de España. Felipe II lo estudió con cuidado y contestó al virrey autorizándolo a proceder a la colonización de Nuevo México (que en aquella época se extendía sobre todo lo que es ahora Texas y Arizona).


Don Luis de Velasco, virrey de nueva españa, se alegró al recibir, la contestación del rey de España, pues él tenía vivo interés en los territorios del norte y se apresuró a dar providencias para organizar una importante y bien equipada expedición. El primer paso debería ser el nombramiento de un jefe para la empresa.


Muchos candidatos se presentaron para el cargo de «Adelantado y Gobernador de Nuevo México». Los informes de Espejo, hacían ver que la evangelización de esos territorios no podría llevarse a efecto a menos que el virreinato tuviera verdadero dominio sobre de ellos, para lo cual se necesitaba un hombre de extraordinarios cualidades como conquistador y caudillo.


Por otra parte, la esperanza de las riquezas de esas tierras ofrecía un fuerte incentivo a los muchos hombres de empresa que había entonces en México y que ardían en deseos de emular las glorias de los grandes conquistadores de México y del Perú. Innumerables caballeros, se presentaron al virrey solicitando a su favor el nombramiento de capitán de la empresa de Nuevo México.


Mientras en la corte del virrey se decidia sobre las cualidades de los muchos solicitantes a la empresa de Nuevo México y se escogía al jefe de la empresa; varios individuos, se pusieron en marcha, hacia las prometedoras regiones norte del Río Grande sin la necesaria autorización. Estos exploraron territorios de Texas y de Nuevo México, pero en cuanto a colonización, ninguno tuvo éxito.


Al final el elegido para la tarea fue don Juan de Oñate, hijo de don Cristóbal de Oñate, famoso compañero de Hernán Cortés, fundador de la ciudad de Guadalajara y hombre inmensamente rico. Don Cristóbal descubrió y explotó por muchos años las minas de Zacatecas, consideradas entonces como las más ricas del mundo. Durante los siglos XVI, XVII y XVIII salió de esas minas más de la mitad de toda la plata en circulación en todo el mundo.


En 1580 se había distinguido don Juan como valiente soldado del virrey (Nació don Juan de Oñate en Guadalajara(mexico), hacia 1549. Poco se conoce de su niñez, pero sí es sabido que en su juventud fue un hombre de empresa y que se casó con doña Isabel de Tolosa, nieta de Hernán Cortés y biznieta del emperador Moctezuma. De doña Isabel tuvo don Juan de Oñate un hijo, don Cristóbal, quien con su padre vino a Nuevo México donde murió en 1609 y así, por su habilidad, riqueza y fama, no le fue difícil obtener el nombramiento de «Adelantado, Capitán y Gobernador de Nuevo México».


El documento del virrey confiriéndole estos títulos fue firmado a favor de Oñate el día veintiuno de octubre de 1595.

De acuerdo con el espíritu de las leyes de 1573, la expedición estaba formada, básicamente, por misioneros cuya labor educativa y evangelizadora daba justificación, según la filosofía de esas leyes, a la conquista de Nuevo México. Don Juan de Oñate y sus soldados tomarían parte en la expedición solamente como auxiliares y protectores de los misioneros.


Eran los misioneros, sin embargo, los que en todo caso deberían dictar las disposiciones relativas a los territorios ocupados y al trato de los indios. La supremacía del clero sobre el orden civil iba a crear innumerables conflictos en Nuevo México y en cierta manera entorpecer la obra colonizadora; los indios muy raras veces trabajaban de grado y los misioneros se opusieron tenazmente a que se les obligara a prestar servicios contra su voluntad. Se creó, una situación anómala en la que tanto la iglesia como el poder civil pugnaban por hacer valer sus derechos. La economía de la colonia languidecía entretanto. Algunas disposiciones benéficas aparecían ya en el oficio del virrey. Los indios deberían ser tratados con amor «para que la pacificación de esas tierras se lleve a cabo en paz y no en guerra». Los soldados deberían dar buen ejemplo a los indios evitando toda ofensa a Dios y debiendo ser severamente castigados por los abusos que cometieran contra los indios. Éstos, por su parte, deberían ser adoctrinados en la religión cristiana pero nunca obligados a aceptarla contra su voluntad. Deberían asimismo ser entrenados en las artes y oficios de la civilización europea, pero nunca forzados a prestar servicios, o a prestarlos sin recibir la debida retribución.


Don Juan de Oñate debia financiar la empresa. Se comprometió por escrito a llevar consigo a Nuevo México doscientos colonos, hombres bien versados en artes y oficios y equipados con todos los instrumentos de su profesión; además, trigo en abundancia para sembrar, mil cabezas de ganado, tres mil borregos, mil arietes, mil cabras, 150 potros, 150 yeguas, semillas de árboles frutales y muchos otros productos desconocidos hasta entonces en la región que iban a colonizar.


Don Juan comenzo con gran celeridad a reclutar la gente de su expedición y hacer los preparativos de su magna empresa y, a mediados de 1596, se puso en marcha caminando en jornadas cortas debido a la multitud de animales que transportaba. A fines del año se hallaba ya cerca de San Bartolomé.





Entre tanto, en la corte del rey de españa se tramaba un complot para suplantar a Oñate. Un tal padre Ponce de León que había visitado mexico hacía más de veinte años pero que gozaba de influencia en el Consejo de Indias, pedía ser nombrado jefe de la expedición y acusaba a Oñate de no haber cumplido con los términos de su contrato.


Felipe II siguio las recomendaciones del Concejo y, con fecha 9 de septiembre, dictó la suspensión temporal de la empresa y que se hiciera una inspección de la expedición de Oñate. La orden del rey llegó a México a fines del año, cuando Oñate se hallaba ya con su gente en las márgenes del río Nazas.


Dos meses duró la inspección -dos meses de cruel invierno en las montañas de Chihuahua- y, cuando todos creían que, terminada la revisión, había llegado el momento de seguir la marcha hacia las anheladas tierras del norte, una nueva orden detuvo a los viajeros -esta vez del virrey de nueva españa- . Quería el virrey cerciorarse, por medio de un nuevo inspector de su confianza, de que don Juan de Oñate llevaba consigo todo lo que había ofrecido para la colonización y si, contra lo que se murmuraba en la ciudad de México, todos los expedicionarios iban de su propia voluntad y no por fuerza.


Pasó un año -el de 1597- sin que los viajeros pudieran seguir adelante. El nuevo escrutinio se llevaba a efecto con minuciosa escrupulosidad. Cada uno de los expedicionarios era llamado ante el notario público y dos testigos escogidos por el investigador para rendir cuenta del lugar de su origen, motivos porqué se había enlistado en la expedición, cosas personales que llevaba consigo, etc. Se contaron los animales, se investigó si iban con entera salud y si estaban cuidados por expertos. Las semillas y objetos que se transportaban fueron también examinados cuidadosamente y evaluados para hacer constar que valían lo estipulado por Oñate. Todo quedó consignado en sendos legajos que fueron enviados al virrey para su aprobación.


Por fin, el 21 de enero de 1598 terminada la inspección, pudieron los viajeros proseguir su marcha. En el mes de abril llegaron al Río Grande y el día 30 de dicho mes tomó Oñate posesión de todos los reinos «al norte del río» incorporándolos al virreinato de México y colocándolos bajo la jurisdicción del rey de España. Con ese motivo hubo gran fiesta en el campamento. Por la mañana tuvo lugar la ceremonia religiosa y se bendijo el estandarte real y por la tarde se puso en escena un drama, especialmente compuesto para esa ocasión por el capitán Marcos Farfán de los Godos (El capitán Farfán, su autor, salió de Michoacán para unirse a la expedición de Oñate. Trajo consigo treinta hombres y ochenta caballos, así como gran cantidad de bienes que se estropearon a causa de la demora sufrida en el camino.


El tres de mayo llegaron a El Paso del Norte (Se dio el nombre de Paso del Norte al lugar por donde esta expedición encontró un buen «paso» para atravesar el Río Grande) numerosos indios de Nuevo México fueron a dar la bienvenida a los expedicionarios de Oñate. Esos indios se veían muy rústicos. Andaban completamente desnudos, aunque cuando hacía frío se cubrían el cuerpo con capas de cierta clase, de fibra parecida al algodón. Como mejor pudieron, pues aún no se había encontrado quien sirviera de intérprete, indicaron a Oñate la manera de llegar a los pueblos más cercanos y ofrecieron acompañarle.


Acompañado, pues de estos indios, Oñate se adelantó al resto de la expedición, llevando consigo a dos frailes franciscanos y a un reducido número de soldados para invitar a los habitantes de las poblaciones a lo largo del río a rendir vasallaje al rey de España. El resto de la gente seguía avanzando despacio, conforme lo permitían las dificultades del camino y las necesidades de los colonos. Por fin, a principios de julio se reunieron todos en el pueblo que los españoles llamaron Santo Domingo no lejos de donde se encuentra ahora la ciudad de Alburquerque. (En todos los pueblos por donde pasaban eran recibidos con muestras de confianza y amistad. En uno de ellos hallaron a dos españoles llamados Tomás y Cristóbal, cuyos servicios de intérpretes iban a ser sumamente valiosos. Esos españoles pertenecían a expediciones que habían llegado ahí 15 años antes y dominaban el idioma de los indios de Nuevo México.


En ese pueblo se celebró el siete de julio una imponente ceremonia: siete caciques indios, llevando nutrida comitiva y representando otras tantas tribus indias del centro de Nuevo México se reunieron en solemne asamblea para escuchar, a través de los intérpretes, la explicación de la doctrina cristiana y la invitación que les hacía don Juan de Oñate para prestar obediencia al virrey de nueva españa quien, a través de su gobernador, les prometía defenderlos de los indios salvajes, instruirlos en la fe cristiana y enseñarles las costumbres de los europeos.


Después de escuchar las palabras del adelantado y del superior de los misioneros, cada uno de los caciques consultaba con los miembros de su tribu. Después de algún tiempo de deliberación, todos contestaron que acataban la obediencia del señor gobernador y del rey Felipe II a quien rendían sumisión y vasallaje. Se celebró una misa de acción de gracias y se levantó un acta atestiguada por los presentes y firmada por el notario real.


El 11 de julio llegó don Juan con su pequeña comitiva al pueblo de Ohke y ahí, a las orillas del Río Grande ordenó el gobernador que se estableciera la capital del reino de Nuevo México con el nombre de San Juan de los Caballeros. Pocos meses después se trasladó la sede de gobierno al lado oeste del río y se le cambió el nombre por San Gabriel. Ahí estuvo la capital hasta 1610 en que el gobernador don Pedro de Peralta, sucesor de Oñate, ordenó la fundación de Santa Fe. El dieciocho de agosto llegó a San Juan el resto de la expedición y por orden del gobernador se celebraron nuevos festejos para la colocación de la primera piedra de la iglesia.


Los indios estaban admirados de las costumbres de los extranjeros. La fama de su bondad, valor y religiosidad se extendió con rapidez por la comarca y, uno tras otro, casi todos los pueblos de Nuevo México y algunos de los que forman ahora los estados de Texas y Arizona enviaron a sus caciques, acompañados de numerosas representaciones, a rendir obediencia al gobernador y a los religiosos franciscanos. Las principales ceremonias de vasallaje, semejantes a la que tuvo lugar en Santo Domingo, se celebraron el nueve de septiembre, el 12, 17 y 27 de octubre y el 9 y 15 de noviembre de 1598. Según listas contenidas en las actas notariales levantadas de estos importantes sucesos, más de doscientos pueblos se incorporaron voluntariamente al imperio español , en ese año y recibieron con demostraciones de afecto y gratitud a los misioneros que se les designaron para su cuidado espiritual. Sin un solo disparo de fusil, sin dar muerte, sin causar pena o trastorno a los habitantes de la región, el ilustre don Juan de Oñate daba así término a la conquista de Nuevo México. Todos trabajaron tan rápidamente en la construcción del templo que éste quedo pronto concluido. Con motivo de las fiestas de su inauguración, el 8 de septiembre de 1598, se presentó otra obra dramática compuesta, muy probablemente como la anterior, por Marcos Farfán. También hubo corridas de toros y un torneo de bailes populares españoles.


Pronto, sin embargo, habría de comprobarse que no todos los indios de Nuevo México habían obrado de buena fe al rendirse a Oñate. También se habría de comprobar que los soldados y colonos no podían encontrar grandes facilidades para hacer fortuna estableciendo granjas o explorando minas, según se les había prometido al reclutarlos para la expedición. Frustrados en sus deseos, tanto los indios como los españoles empezaron a mirarse con recelo.


La primera chispa de rebelión estalló en Acoma, pueblecito situado sobre una meseta a cuatrocientos metros de altura de la tierra circunvecina y de muy difícil acceso.


Según el historiador Gaspar Pérez de Villagrá, capitán de Oñate en la conquista de Nuevo México. Los habitantes de Acoma llevaron a los soldados españoles a una emboscada donde los asesinaron a casi todos. (Algunos autores creen que la culpa de la masacre fue de los mismos españoles asesinados, por haber tratado de apoderarse de unos pavos de los indios, mientras eran sus huéspedes en Acoma).


La tragedia de Acoma fue seguida de otros levantamientos de indios y venganzas de los españoles. Oñate quiso mantener su autoridad e impuso severo castigo tanto a los indios como a los colonizadores, enajenándose así la voluntad de unos y otros.


La verdadera causa de la inquietud con que empezaron a vivir los habitantes de Nuevo México poco después de 1598 fue la extrema pobreza de la tierra y el celo excesivo de los misioneros por la defensa de los indios. «¿Cómo vamos a explotar las minas -decía Oñate al virrey- si no hay suficientes brazos para trabajarlas?» Las leyes que reglamentaban el trabajo de los indios habían cambiado en los últimos veinticinco años; no podían los españoles obligar a los indígenas a trabajar como lo habían hecho en México o en el Perú.


Según las leyes de 1573 ya no estaban los indios sujetos a los conquistadores, sino a los frailes y éstos trataron siempre de cumplir su deber para sus encomendados. Los misioneros se opusieron enérgica, constante y, a veces, rudamente a todo intento de los colonos de abusar de los indios o de su trabajo o siquiera a obligarlos a trabajar, lo cual ayudó a los indios, sin duda; pero, en las circunstancias en que se encontraba Nuevo México por aquellos años, esta oposición radical de los frailes al trabajo de los indios impidió a los colonos de Oñate impulsar la minería y la agricultura de la región. Como natural consecuencia, vino la pobreza más lamentable.


Oñate, como jefe de la expedición, tuvo que sufrir la peor parte de esas calamidades. Es cierto que realizó viajes de exploración por Texas, Oklahoma y Kansas. Lleno de ilusiones por encontrar un camino hacia Asia, cruzó en toda su extensión el actual estado de Arizona y, cerca de Yuma, creyó haber hallado un puerto de mar para Nuevo México en el Golfo de California. Escribió cartas llenas de fe y de entusiasmo al virrey, anunciándole óptimos frutos de su colonia y soñando con abrir para el virreinato una fuente de ingresos en Nuevo México una vez que se resolvieran las dificultades por que atravesaban los colonos.


Pero, los problemas de su gobierno se multiplicaban sin cesar, debido, sobre todo, a las condiciones económicas de la provincia y la gente empezó a perder confianza en su administración. Conforme pasaban los años, aumentaban los conflictos y los mismos frailes se confabularon contra él. Diez años después de la conquista del territorio de Nuevo México, Oñate presento su renuncia como gobernador y en 1608 el virrey le nombró un sucesor con órdenes de enviar a don Juan a la capital mexicana para someterse a juicio. Entre otros cargos, se le acusaba de haber sido demasiado severo en castigar los desmanes, tanto de indios como de españoles.


Don Juan fue hallado culpable y, como tal, enviado a España donde se le obligó a pagar una fuerte multa. Además se le despojó de todos sus títulos. Así vivió en desgracia casi veinte años el «Padre de Nuevo México» hasta que, muy próximo al ocaso de su vida ,se le devolvió su título de Adelantado, se le absolvió de todos sus cargos y pudo al fin morir tranquilo, aunque todavía en el destierro, a la avanzada edad de ochenta años.


Entre tanto y a pesar de las dificultades económicas , la obra de evangelización seguía adelante en Nuevo México. Llegaron nuevos misioneros de la capital del virreinato y, con ellos, nuevos abastecimientos de ganado, semillas y árboles frutales. Hacia el año de 1630 había en Nuevo México cincuenta misioneros franciscanos que daban asistencia a más de sesenta mil indios , sin contar los que se habían convertido en Texas y Arizona. (Aun plantas de flores eran traídas de México con solicitud pasmosa a través de extensos desiertos por las manos de los misioneros). Cada misión tenía una escuela donde los indios aprendían a leer, a contar, a escribir, a cantar y a tocar varios instrumentos musicales. También había en las misiones uno o varios talleres donde se enseñaban artes manuales y principios de economía doméstica.


La pobreza del país, las dificultades que surgían con frecuencia entre las autoridades civiles y religiosas, las incursiones de los indios salvajes que bajaban muchas veces de las montañas donde vivían para robar y matar a indefensos habitantes de las misiones, y, sobre todo, los abusos de los colonos que no siempre lograban evitar los misioneros, dieron oportunidad a un curandero apache, conocido con el nombre de Pope para soliviantar a muchos otros indios en contra de los colonos y de los frailes. Pope era un verdadero caudillo con extraordinarias dotes de organización que en 1680 logró preparar un asalto general contra los blancos y del cual se salvaron tan sólo aquellos que, siguiendo las recomendaciones del gobernador Otermín, huyeron hacia las ciudades del sur. En el norte del territorio murieron cuatrocientas personas, y entre ellas veintiún misioneros franciscanos, asesinadas cruelmente. La historia de las atrocidades cometidas entonces es de las más espeluznantes de las que se tiene memoria en la colonización de america.


Los fugitivos del norte, entre los que se contaban muchos indios de las misiones, encontraron un refugio seguro en el distrito de El Paso. Ahí permanecieron durante casi doce años. En 1691 el virrey de nueva españa nombró como gobernador de Nuevo México a un hombre de gran habilidad, don Diego José de Vargas, veterano de las campañas de Italia y heredero de grandes riquezas y títulos nobiliarios en España.


Traía don Diego el encargo de recuperar el territorio de Nuevo México, ardientemente codiciado entonces por los franceses. El nuevo gobernador desplegó suma actividad y prudencia en la subyugación de las tribus del sur y del centro a las que se ganó mediante la bondad de su trato y la entereza de su carácter. Pero quedaba aún por conquistar la región del norte donde los seguidores de Pope se habían hecho fuertes durante estos años. (Los años que siguieron a la revuelta encabezada por Pope fueron muy crueles también para los indios. Divididos por rencillas entre ellos mismos y, sobre todo, careciendo de alimentos por no cultivar las tierras, muchos de ellos deseaban el regreso de los españoles.).


Don Diego se puso, en marcha el veintiuno de agosto de 1692 hacia Santa Fe, antigua capital de Nuevo México. Marchaba el gobernador delante del ejército llevando el mismo pendón real que había enarbolado Oñate casi un siglo antes en la conquista de esas tierras. Por tres semanas vadeó el Río grande y el 12 de septiembre llegaba a las murallas de la vieja ciudad. ¿Opondrían resistencia sus habitantes? Al principio así lo creyó el gobernador, pues por los gritos que se oían dentro y la algarabía de tambores y amenazas que atronaban los aires, parecía que los indios de Santa Fe le rechazaban. Sin embargo, era entonces ya de noche y los indios de la antigua capital habían confundido a los españoles con los apaches. Por eso lanzaban amenazas y gritos de reto al enemigo. En cambio, cuando vieron por la mañana el pendón real y oyeron el toque del clarín, se convencieron de que eran españoles los que llegaban a sus puertas y no tardaron en aprestarse a tener con ellos conversaciones de paz.


Los indios exigieron como condición para rendirse que entrara el gobernador solo y desarmado. «Entonces -dijeron- bajaremos de nuestras murallas y aceptaremos la paz». Así lo hizo don Diego. Solo y sin un arma avanzó por las calles de Santa Fe hasta la entrada del palacio, donde se había congregado una multitud de indios. El gobernador estrechó las manos de los presentes y les dirigió palabras llenas de confianza y de afecto. Luego bajaron de las murallas los indios y permitieron la entrada a los soldados españoles. La ciudad se inundó de alegría y desapareció toda señal de desconfianza y recelo. De nuevo los caciques prestaron obediencia al gobernador y besaron la mano de los padres misioneros. La pacificación del reino de Nuevo México era entonces una alentadora realidad.


La reconquista de Nuevo México abrió su territorio a una colonización más amplia y efectiva. Muy pronto empezaron a establecerse poblaciones a ambos lados del Río Grande, se reconstruyeron las misiones y se fundaron ranchos y haciendas con las tierras hasta entonces baldías. Una de esas ciudades nuevamente establecida fue Alburquerque, construida sobre terrenos que fueron propiedad del general don Diego de Trujillo.


Nació Trujillo en la ciudad de México el año de 1612. A la edad de veinte años se enlistó al servicio del virrey de nueva españa y casi toda su vida recorrió el camino entre la capital del virreinato y Nuevo México acompañado y sirviendo de escolta al «situado», ( se llamaba «situado» a la cantidad de dinero que el virreinato de nueva españa enviaba anualmente para el sostenimiento del gobierno y de las misiones en el norte del país. Durante el siglo XVII recibían las misiones la cantidad de sesenta mil pesos) a las expediciones misioneras y a los convoyes que llevaban al norte medicinas, plantas, semillas, herramientas de trabajo y otros objetos de vital importancia para los habitantes de la región. En 1662 fue elevado don Diego de Trujillo a la categoría de sargento mayor en la jurisdicción de Sandía. Se distinguió por su arrojo en defender a los colonos durante la insurrección de 1680 y en 1692 regresó con don Diego de Vargas a Santa Fe.


En premio a sus servicios fue nombrado general y recibió una rica encomienda en el margen derecho del río. Su esposa, doña Catalina Vázquez, le dio un hijo llamado Francisco, quien, juntamente con su madre, heredó las propiedades de don Diego cuando éste murió, probablemente antes del fin de siglo.


Era Francisco Trujillo un joven habilidoso y progresista que cultivó sus tierras con asiduidad, plantó muchos árboles y que convirtió su propiedad en un vergel. Ese bien cuidado lugar iba a ser escogido para establecer la ciudad más importante de Nuevo México cuando el nuevo virrey de nueva españa, don Francisco Fernández de la Cueva, duque de Alburquerque, dio instrucciones al gobernador de Nuevo México, don Francisco Cuerbo y Valdez, para que estableciera una nueva ciudad en el territorio de su jurisdicción. (El 8 de diciembre de 1702 hizo su entrada oficial en la ciudad de México el trigésimo cuarto virrey Nueva España, duque de Alburquerque. Como la mayoría de los virreyes , fue este mandatario un hombre bueno y, según testimonio de sus contemporáneos «franco y amante de la justicia», una de sus primeras providencias fue visitar los barrios pobres de la ciudad y proveer de ayuda a los encarcelados por deudas civiles).


Cuerbo buscó el lugar más conveniente para fundar la nueva ciudad y lo halló pronto en la propiedad de Francisco Trujillo. El 23 de abril de 1706, escribió el gobernador al virrey dándole cuenta de la fundación de una ciudad establecida según «el título siete, libro cuarto de Recopilación de las Leyes de los Reinos de las Indias». (El gobernador se refiere a la Ordenanza III de dicho título siete, que dice así: «Ordenamos que el terreno y cercanía que se ha de poblar se elija en todo lo posible el más fértil, abundante de pastos, leña, madera, metales, aguas dulces, gente natural, acarreos, entrada y salida, y que no tenga cerca lagunas ni pantanos en que se críen animales venenosos, ni haya corrupción de aires, ni aguas»). Treinta y cinco familias formaron el núcleo de la población. El terreno de Francisco Trujillo quedó ocupado por la iglesia, las casas de gobierno y por gran parte de lo que hasta hoy constituye el sector comercial de la ciudad. El Parque Grande de San Francisco Xavier, plantado por las manos del joven Trujillo, da aún solaz y amable acogida a los habitantes de la ciudad ducal.


El gobernador Cuerbo no dice que llamó Albuquerque a la nueva ciudad en honor del virrey , pero es fácil deducirlo. La primera «r» que figura en el nombre del virrey Alburquerque, después de la u se perdió en el nombre de la ciudad de Albuquerque sólo por descuido ortográfico, tan común en palabras españolas usadas para designar lugares geográficos en estas regiones del norte, por ejemplo: Monterrey, Cortés, Villarreal, etc. El cabildo de México le hizo notar a Cuerbo que el rey Felipe V de España había ordenado que se estableciera una ciudad con su nombre; entonces Cuerbo empezó a llamar la nueva ciudad Villa San Felipe de Alburquerque para complacer al rey y al virrey.


La historia no lo dice, pero es muy probable que la familia Trujillo fuera compensada por la pérdida de sus tierras en Alburquerque. En Nuevo México nada abundaba tanto como las tierras y lo que faltaba eran brazos para cultivarlas.


La agricultura, base de la subsistencia de la colonia, languideció por falta de elemento humano. Los colonos eran pocos y los indios que habían acatado el dominio español no eran muy numerosos. Por otra parte, los misioneros se oponían a la utilización del indio en las labores campestres más allá de lo que el indio se aprestaba a contribuir de grado. Se ha de tener en cuenta que las leyes de colonización, vigentes al tiempo de la conquista de Nuevo México, no ponían al indio en las manos de la autoridad civil o de los colonos, sino en las de los frailes y que éstos no se preocupaban tanto por el progreso material de la comunidad, cuanto por la protección -en ocasiones excesiva- de sus encomendados. Se explotaron muy poco las minas, por la misma razón. La vida en Nuevo México transcurría monótona durante todo el tiempo de la colonia, en un mundo lento, aislado del exterior y en el que los rigores del clima, las privaciones causadas por la pobreza y la misma muerte se aceptaban con una paciencia que rayaba en los confines del fatalismo.


En el transcurso de los años adquirió esa provincia su fisonomía peculiar, originada en la mezcla de etnias y costumbres, bajo las condiciones impuestas por un régimen de excesivo paternalismo. En esas circunstancias, poca necesidad había de educación formal. Los padres de familia daban a sus hijos enseñanzas prácticas en el hogar y los misioneros instruían a los niños en las artes de leer, escribir y contar, pero en grupos sumamente reducidos, dado el aislamiento en que vivían las familias esparcidas en las extensiones inmensas de ese grandísimo territorio. Los virreyes de nueva españa urgían el establecimiento de escuelas y los superiores de la Orden Franciscana disponían que en cada misión hubiera cuando menos una escuela para los hijos de los indios bajo su custodia. De hecho había escuelas; pero los habitantes de Nuevo México no llegaron nunca a sentir la necesidad de ellas. Los niños no iban a la escuela más que unas cuantas semanas al año y sus padres no los obligaban a asistir; pues la comunidad no presentaba oportunidades para el erudito.


Los colonos españoles, atados de manos ante los misioneros, aprendieron por fin a refrenar sus ímpetus, a convivir con los indios, a compartir su vida, a formar hogares con ellos y a constituir el «nuevo mexicano», distinto del indio, del español de España y del mexicano de México: el mexicano de Nuevo México.


Los acontecimientos que sacudieron a España y a toda Europa en las primeras décadas del siglo XIX influyeron poderosamente en la vida de Nuevo México.


En 1808 Napoleón Bonaparte llevó a Francia, cautivo al rey de España Fernando VII y millares de españoles murieron en la guerra . Los mexicanos también se levantaron en armas y, al grito de «Viva Fernando VII», el cura de Dolores, don Miguel Hidalgo, dio principio en 1810 a una guerra que en diez años iba a romper para siempre los lazos que por tres siglos habían mantenido a México unido al imperio español.


En 1821, al terminar la contienda, México surgió como país autónomo con la misma extensión de territorio que había tenido el virreinato de Nueva España y abarcando, por tanto, en sus confines las inmensas regiones que se extienden desde Oregón hasta el Istmo de Panamá. Nuevo México, quedo tambien integrado en el nuevo Imperio Mexicano, y empezó en seguida a experimentar los frutos de su independencia. Los festejos con que se solemnizó el izamiento de la nueva bandera mexicana y la obediencia prestada al Emperador de México don Agustín de Iturbide quedaron grabados por muchos años en la memoria de los habitantes de Santa Fe. La ceremonia principal tuvo lugar el seis de enero de 1822 e incluyó ceremonias religiosas, cívicas y populares.


En primer lugar el territorio de Nuevo México fue declarado «departamento» con derecho a elegir gran número de sus funcionarios y a nombrar representantes al Congreso Nacional con sede en la ciudad de México.


Las nuevas autoridades tomaron mayor empeño en promover la educación del pueblo. Es cierto que, desde 1813, se habían hecho planes para el establecimiento de un sistema de educación pública, pero en realidad nada concreto se logró hasta que, en 1825, el coronel Narbona recabó fondos suficientes para la organización de escuelas gratuitas y de asistencia obligatoria para los niños de seis a doce años de edad. durante este período, se estableció la primera universidad de Nuevo México, que abrió sus puertas el 19 de mayo de 1826 en Santa Fe, con cátedras de filosofía, ética, gramática e historia. Ese mismo año, el famoso padre Antonio J. Martínez estableció en su propia residencia de Taos otra institución de la misma índole frecuentada por alumnos que llegaban a Taos de todo el departamento. En Santa Fe se organizó también por esos años una escuela normal para maestros de la que fue director el síndico don Cayetano García. Además de las escuelas públicas que empezaron entonces a operar en todo Nuevo México, se estableció el 16 de mayo de 1829 en Santa Fe otra escuela de tipo lancasteriano bajo la dirección de don Marcelino Abreu, hermano del síndico procurador del ayuntamiento capitalino. Por esas fechas se introdujo también la imprenta. En realidad, dos imprentas trabajaron en Nuevo México durante este período. La primera fue adquirida en Chihuahua por el licenciado don Antonio Barreiro representante (diputado) en el Congreso Nacional. La segunda fue posiblemente comprada por la familia Abreu, pero vendida en un año al padre Martínez, quien por algún tiempo publicó un periódico en Taos.


Muy pronto, sin embargo, empezaron a llover nuevas calamidades sobre este territorio.


La primera de esas calamidades tuvo su principio en nuevas depredaciones cometidas por los apaches. Volvieron a caer éstos, como langosta sobre campo en sazón, en los ranchos, haciendas, pueblos y ciudades y, como antes, robaron y quemaron muchas veces las propiedades de los colonos, matando a los pacíficos habitantes, no sólo españoles, sino indios de las misiones. (Durante los últimos años del régimen virreinal se había llegado a un acuerdo con los apaches y otras tribus bárbaras. El virreinato los proveería de los elementos más necesarios para la vida si ellos se abstenían de atacar a los indios pacíficos y a los españoles. De este modo se restableció la paz en Nuevo México. Durante la guerra de independencia, sin embargo, no se les envio estos subsidios y los indios volvieron a cometer desmanes y tropelías).


Las autoridades, privadas ahora del subsidio que recibieron por más de doscientos años del virreinato, no contaban con los recursos necesarios para apaciguar a los indios salvajes ni para sostener una policía eficaz. Cansados de vivir en condiciones de inquietud y zozobra constantes, muchos vecinos de Santa Fe decidieron en 1836 huir hacia California; el gobernador, previendo el colapso que ocasionaría la salida simultánea de tantos vecinos, publicó un bando prohibiendo a todo mundo salir de Nuevo México. Este bando causó profundo descontento. Las depredaciones de los apaches se hacían cada vez más devastadoras y los dueños de haciendas y ranchos los abandonaron por temor de su vida, refugiándose en las ciudades. Con tanta aglomeración, las condiciones de vida en Santa Fe, Alburquerque y Santa Cruz se hicieron inposibles.


Nuevo México se vio envuelto en un ambiente de inquietud. Rumores de una revolución corrieron por todos los ámbitos de la provincia y pronto esos rumores se trocaron en una realidad. Nuevo México se vio envuelto en una guerra civil. Los insurrectos tomaron una a una todas las poblaciones del norte y el diez de agosto de 1836, entraron triunfantes en la capital.


Poco tiempo, sin embargo, duró el triunfo de esa revolución pues tropas llegadas de Chihuahua obligaron a los rebeldes a abandonar la capital y pronto la insurrección fue sofocada en toda la provincia. Sus caudillos fueron ejecutados sumariamente.


El otro problema que requirio los esfuerzos de las autoridades fue causada por la proximidad de los americanos y por sus repetidos intentos de ocupar el territorio de Nuevo México, atraídos por el lucrativo comercio de Santa Fe. Era más fácil llevar productos a Nuevo México, por ejemplo, desde Saint Louis Missouri que desde la lejana capital mexicana. la independencia de Texas había abierto las puertas de ese territorio al tráfico mercantil de los Estados Unidos y resultaba más rápido y económico transportar productos a Santa Fe desde la nueva república. Los americanos empezaron, pues, a interesarse en el comercio con Nuevo México desde principios del siglo y este interés aumentó considerablemente conforme pasaron los años y aumentaba la protección que le daban las autoridades. (Las compras que hacía Nuevo México a los americanos ascendían a varios millones de dólares al año. Sólo en una de las muchas caravanas que transportaban a Santa Fe sus productos se contaban, el año de 1846, 414 vagones con mercancía por valor de dos millones de dólares).


Pronto pudo preverse que, tarde o temprano, vendría a ser Nuevo México el puente por donde pasarían los Estados Unidos a apoderarse de California. Navegantes de los Estados Unidos habían visitado las costas del Pacífico y habían informado al gobierno de Washington acerca de la feracidad de la tierra californiana y del adelanto que la agricultura había alcanzado bajo el sistema comunal de las misiones. Desde entonces, esa provincia del Pacífico había empezado a constituir un atractivo poderoso para los americanos. Nuevo México, entre Texas y California, no tardaría en sentir la fuerza avasalladora de los Estados. Unidos.


A Nuevo México empezaron a llegar muy a principios del siglo XIX no sólo comerciantes, sino también expediciones armadas de los Estados Unidos. En 1806, el teniente americano Zubalón M. Pike avanzó al frente de un destacamento de soldados hasta las riberas del Río Grande, no lejos de la ciudad de Santa Fe. Aprehendido por las autoridades de Nuevo México, fue enviado Pike a Chihuahua donde, después de amonestársele, se le envió, escoltado, a los Estados Unidos. En 1812, Robert McKnight, James Baird, William Chambers y otros se aventuraron hasta Santa Fe donde fueron apresados, despojados de sus bienes y conducidos a la frontera. En 1817 otra expedición semejante fue encarcelada en Santa Fe por término de un mes y puesta luego en libertad. En 1819, David Meriwether tuvo un encuentro con una compañía de dragones de Santa Fe, al mando del capitán José María de Arce. Meriwether fue derrotado y puesto en prisión por dos meses en la capital de la provincia.


La invasión mas importante sufrida por Nuevo México antes de su anexión a los Estados Unidos fue la que partió de Texas a principios de septiembre de 1841 con el propósito de tomar por las armas todo el territorio al este del Río Grande. El ejército texano llevaba como general a Hugh McLeod, graduado de la «Academia Militar» de los Estados Unidos.


Al encuentro del invasor salió apresuradamente don Manuel Armijo, gobernador de Nuevo México. Uno a uno fueron cayendo en manos de Armijo los destacamentos de los texanos y, por fin, el cinco de octubre, el resto de las tropas de McLeod se rindió incondicionalmente al general mexicano. Armijo regresó triunfante a Santa Fe. En cuanto a los prisioneros, fueron atados codo con codo y enviados a la ciudad de México. Ahí se les juzgó con corte marcial. la corte perdonó a los prisioneros y les permitió regresar a sus hogares.


En 1846 los Estados Unidos declararon la guerra a México. El presidente Polk levantó un ejército extraordinario de cincuenta mil voluntarios; Zachary Taylor cruzó el Río Grande y el general Stephen Watts Kearney se dirigió en agosto desde Arkansas hacia Santa Fe, para tomar posesión de Nuevo México a nombre del gobierno de Washington.


Las autoridades de Santa Fe se sintieron anonadadas. El gobernador Armijo pronunció patrióticos discursos exhortando a los habitantes del territorio a defenderse; se convocaron juntas extraordinarias para decidir el curso de acción y se empezó a organizar un ejército de voluntarios. Pronto se vio, sin embargo, que cualquier intento de resistir por la fuerza equivaldría a un suicidio ya que los enemigos estaban magníficamente preparados y contaban con cantidades de armas, municiones y hombres inmensamente superiores a cuanto pudieran oponerles . Además, todo el territorio mexicano, desde California hacia el sur estaba siendo invadido por columnas del ejército americano y no había posibilidad ninguna de que pudiera obtenerse ayuda militar del centro. El terror paralizó la acción.


Entre tanto, Kearney atravesaba el estado, el 15 de agosto tomaba sin oposición la plaza de Las Vegas y el 18 del mismo mes se hallaba a veintinueve millas de Santa Fe. El gobernador Armijo abandonó el gobierno en manos de Donaciano Vigil que desde un principio se había mostrado dispuesto a coloborar con los americanos y a las seis de la tarde de ese día todo el ejército invasor entró en Santa Fe. Al día siguiente, la bandera de las barras y de las estrellas fue izada sobre el palacio de los gobernadores de Nuevo México.


Tres meses después varios hombres que habían ocupado puestos prominentes en el gobierno de Nuevo México llevaron a cabo una sublevación contra el ejército de ocupación. El gobernador americano fue asesinado y mucha sangre corrió, en algunos casos de inocentes e indefensos ciudadanos. Pronto, sin embargo, se impuso la fuerza del gobierno de Washington y se restableció la paz.


La conquista americana de Nuevo México era un hecho consumado.


En septiembre de 1847 los ejércitos de los Estados Unidos tomaron por las armas la capital de México. Entonces, el gobierno mexicano decidió ceder a la nación americana todos los territorios al norte del Río Grande.


De este modo, por el Tratado de Guadalupe Hidalgo, se legalizó ante las naciones del mundo la invasión de Nuevo México.







Extraído de: A

1 comentarios:

México Hoy dijo...

muy buena la información

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