La extraña muerte del presidente Harding





Antes de John F. Kennedy habían sido asesinados otros presidentes de los Estados Unidos, como fue el caso de Abraham Lincoln, James Abraham Garfield y William McKinley. Otro de ellos, Warren Gamaliel Harding, murió en extrañas circunstancias, y algunos historiadores sostienen que fue envenenado. Su muerte fue, sin duda, la más novelesca y siniestra de todas.



Warren Gamaliel Harding


Harding había nacido en Bloming Grove, Ohio, en el seno de una familia modesta. Fue un buen estudiante, y consiguió hacerse con una notable cultura. Le gustaba la oratoria y tenía gran habilidad para las cuestiones jurídicas y políticas. Pacifista a ultranza, manifestó profundas dudas acerca de la ratificación de la Sociedad de Naciones; estableció el sistema de presupuestos, redujo las cargas fiscales y puso trabas a la inmigración.

Fue candidato republicano a la presidencia en 1920. En sus primeros tiempos se vio zarandeado por los poderosos. Su carácter débil, más propio de un intelectual que de un político, se prestaba a ello. El 31 de mayo de 1921 firmó una orden presidencial traspasando el dominio de las reservas petrolíferas de la nación desde la secretaría de la marina a la secretaría de gobernación. Más tarde el Tribunal Supremo declaró ilegal el traspaso, pero mientras tanto la explotación de las riquísimas tierras petrolíferas ya había pasado a manos de particulares, y en la Bolsa se habían producido subidas enormes de las acciones.

Otro de los escándalos de altura fue el de los grandes comerciantes de alcohol de Nueva York, que pagaban para burlar la prohibición y sentirse protegidos por el Gobierno Federal. La corrupción llegó a ser espantosa. Hacia el final de sus días el presidente quiso poner freno a la influencia de los grupos de presión, pero era una tarea imposible. Se veía obligado a firmar todo lo que le ponían por delante.


Primer gabinete del presidente Harding


A principios de 1923 se cernía sobre la Casa Blanca un escándalo financiero de tremendas proporciones. “Un hilo escarlata une toda la trama, produciendo un tapiz de efecto fantástico y dramático, un tejido en el que están involucrados políticos, banqueros, capitalistas, industriales y tipos del subsuelo social, altos funcionarios, miembros del Gabinete y hasta un ex presidente de la Casa Blanca…”

A comienzos del verano Harding se embarcaba en el puerto de San Francisco, acompañado de unos cuantos amigos, familiares y servidores. Se disponía a emprender un viaje de placer por las costas de Canadá y de Alaska, pero estaba constantemente absorto y meditabundo. Parecía preocupado por alguna idea fija. Poco antes de partir, había dicho durante una tertulia:

—En este oficio, lo que me inquieta no son mis enemigos. De esos me encargo yo. Son mis amigos los que me causan honda preocupación.

Y durante la travesía, el presidente solía preguntar:

—¿Qué puede hacer un hombre traicionado por sus amigos?

Un día dijo a unos marineros que lo contemplaban respetuosamente a cierta distancia:

—¡Me propongo hacer una confesión pública!

Los servidores que se ocupaban de los camarotes afirmaban que Harding tenía el suyo repleto de botellas de whisky.




Durante la singladura de regreso recibió un largo telegrama cifrado que le sumió en una honda crisis nerviosa. Nadie ha conocido jamás el contenido del mensaje, pero durante los días siguientes el presidente se mostró, según sus acompañantes, “sumamente consternado”. Algunos llegaron a decir que parecía aterrorizado.

Antes de echar el ancla en el puerto de San Francisco, Harding se sintió repentinamente enfermo, y fue necesario desembarcarlo con grandes precauciones. Los miembros de su entorno hablaron de intoxicación por haber comido langosta en conserva, pero el capitán del buque se apresuró a decir que no existían esas conservas a bordo. Alguien dijo entonces que se había tratado de cangrejos en conserva, pero tampoco había en la despensa tales latas.

El 2 de agosto fallecía el presidente. Los médicos diagnosticaron una apoplejía cerebral, pero los ciudadanos de San Francisco y buena parte del pueblo norteamericano optaron por la teoría del veneno. Es escándalo fue terrible y sacudió a toda la prensa. Muchos periódicos hablaron de un poderosísimo veneno, y hasta osaron dirigir sus sospechas hacia importantes personalidades.

El número de doctores que refutaban el criterio oficial de la apoplejía iba aumentando. Los médicos se dividían en dos bandos enfrentados, y uno de los diarios de San Francisco que más se había distinguido en apoyar la teoría del envenenamiento fue incendiado cierta noche, desapareciendo todo su archivo en el siniestro. Luego, paulatinamente, la prensa pasó a ocuparse de otros temas, pero la gente siguió hablando de la extraña muerte del presidente.


El Presidente y la Primera Dama


A principios de 1928 la periodista Mary Dillon Thacker, que estudiaba las condiciones en las cárceles del sur, conoció al recluso Gastón B. Means en la penitenciaria de Atlanta. Means había sido investigador privado al servicio de la Secretaría de Justicia de los Estados Unidos, y durante un tiempo actuó como detective para la esposa de Harding, siempre obsesionada por los celos, dado que el presidente disfrutaba de gran éxito entre las mujeres.

Means conocía a fondo los hechos y las personas del caso Harding. Hizo un relato a la periodista apoyándose en sus libros de notas y en las cartas que poseía, y el fruto de todo ello fue un libro tan apasionante como una novela policiaca: “La extraña muerte del presidente Harding”, del que existe una versión en español publicada por Ediciones Mentora en 1931.

El relato de Means no tiene desperdicio. Narra el progresivo hundimiento moral del presidente y su subordinación a “la Camarilla”, como él la denomina. Según este autor, Harding había sido aupado a la presidencia por un grupo financiero carente de escrúpulos y dirigido por Harry Daugherty, el Fiscal General de Justicia de los Estados Unidos.

Means habla de la “Casa del Misterio”, de la calle H, al lado del viejo Shoreham Hotel; de la “Casita verde” de la calle K, y de la famosa casa número 903 de la calle 16, donde tenía su cuartel general “la Camarilla” y de donde partían las instrucciones que el débil presidente cumplía al pie de la letra. Allí se cobraban los sobornos y tenían lugar las entrevistas delicadas. En uno de los salones se instalaba un gran recipiente de cristal semejante a una pecera. El “cliente” convocado dejaba el fajo de billetes en el interior mientras se le vigilaba a través de un agujero en la puerta que comunicaba con la habitación contigua. El Hotel Vanderbilt fue también utilizado para estos cobros. Luego, por razones de seguridad, fue preciso cambiar de escenario, pasándose sucesivamente a varios hoteles diferentes. “Generalmente se recaudaba entre los cincuenta y cinco a los sesenta y cinco mil dólares diarios.”


Harry Daugherty


Es difícil calcular el poder y la extensión de las actividades de la Camarilla. Vendieron fuentes de riqueza hidráulica situadas en territorio perteneciente a la nación india; tierras riquísimas en maderas, permisos para pastar ganado en zona habitada por los indios, etc. Durante la administración Harding se decía que todo estaba en venta en Washington excepto la cúpula del Capitolio. Alguien replicó que se explicaba que la cúpula no estuviera en venta, porque más tarde se la iban a jugar a los dados.

Means insinúa que la extraña señora Harding, que consultaba frecuentemente a una echadora de cartas y se consideraba a sí misma “la hija del Destino”, pudo haber envenenado a su marido durante el viaje. El móvil habría sido, en parte, los celos. El presidente había tenido diversas amantes. Con una de ellas, Nan Britton, mantuvo una larga relación que tuvo por fruto una hija. Otra de las causas que habrían impulsado a la esposa a cometer el crimen era evitar el escándalo que amenazaba con estallar. La señora Harding solía decir que el presidente “pasaría a la Historia, ocurriera lo que ocurriera, limpio de toda mancha”.

Algunos analistas no descartan la posibilidad de que la esposa hubiera sido manejada por terceras personas a través de una famosa adivina que se hacía llamar Madame X.


Nan Britton y su hija


En cualquier caso, una vez muerto el presidente fueron desapareciendo de modo extraño todos los protagonistas de aquellos turbios hechos. Comenzaron a sucederse entre ellos los suicidios y las muertes repentinas que los reducían oportunamente y para siempre al silencio.


Cortejo fúnebre del presidente Harding




Bibliografía:
La extraña muerte del presidente Harding - Mariano Fontrodona






Extraído de: A

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